El
verano es la estación de mucho sol y diversión, de ejercicio intenso y comida
ligera. En el verano gobierna el fuego, la energía del corazón. El calor
apremia pero no importa, las vacaciones están a la vuelta de la esquina y con
ellas el tiempo para disfrutar de nuestras aficiones favoritas. El verano tiene
sus contratiempos, porque con él llegan esas colas interminables, al sol la mayoría
de las veces, lo mismo para comprar un helado que para entrar a algún lugar. Pero
a pesar de todo para mi gusto es la mejor estación del año.
Empieza
el verano y en las ciudades algo cambia, la gente va ligera de ropas y piensa
en las futuras vacaciones, el día se alarga y en las playas se siente el
intenso calor que nos invita a entrar al mar. Sentir el mar cerca, verlo,
respirarlo, escucharlo... ¡Dios! Imposible resistirse. Uno de los grandes
momentos de ir a la playa, es cuando llegas que empiezas a pisar arena, te
quitas los zapatos o las chancletas (y si la arena no está muy caliente), comienzas
a disfrutar del paseo hacia la orilla. Es como un ritual y cuando por fin, el
agua baña tus pies una maravillosa sensación te invade y piensas "ya estoy
aquí", y te sientes feliz, dueño del universo, da igual que sea enero o
febrero y el agua esté congelada siempre es la misma sensación de paz.
A
partir de ese momento comienzas a disfrutarla, las olas van haciendo su trabajo,
van metiendo su sonido poco a poco en tu cabeza, hasta que llega a pasar casi
desapercibido, como si formara parte de ti y el tacto es tan reconfortante... el
ambiente embruja, y el placer de sentarte en la orilla es indescriptible, y me
complace llenarme la mano con un puñado de arena y soltarla poco a poco, como
si no quisiera que se fuera nunca. Y el aire te acaricia acercándonos el olor
del agua salada, el salitre se mete en tu piel…
Y
ahora recordando las sensaciones que me provocan llegar a la orilla de la
playa, viene a mi mente lo que significaba un día de playa cuando mis hijos
eran chiquitos. Dios mío, aquello era una locura. En primer lugar había que planearlo
a escondidas porque si ellos se enteraban que el fin de semana íbamos a la
playa se volvía imposible descansar, comer o dormir en casa el resto de la semana.
La
noche anterior al viaje siempre me acostaba muy tarde para dejarlo todo listo y
poder salir al amanecer porque su nos llevaba antes de ir a trabajar, casi
nunca iba con nosotros porque detesta la playa (ya se lo que están pensando que
cómo es posible con tanto que yo adoro el mar, pero así es), el se ocupaba de
comprar todo lo que podíamos necesitar.
Yo
preparaba dos mochilas una con toallas y ropa (ustedes saben como son los
niños) y otra con comida, además de poner a congelar tres o cuatro litros de
agua para llevarlos en la nevera, además de los pomos con refresco o jugos de
frutas. ¡Ah! Importantísimo no podía olvidar dejar la sombrilla de playa junto
a la puerta porque sino con el apuro se nos podía quedar. Además de todo eso en
un bolso les echaba todos los utensilios que iban a necesitar para su diversión,
pelotas (una pequeña y una grande), cubitos, palas, etc, etc.
Levantarlos,
a pesar de lo temprano, era una maravilla, la playa era para lo único que se
levantaban sin rechistar y sin importarles si todavía estaba oscuro. Desayunaban
en un santiamén y se paraban en la puerta queriendo cargar cuanto paquete les
cabía en las manos y apurándome porque les iba a coger tarde.
Cuando
por fin llegábamos a la tan deseada playa, aquello parecía una cruzada, dejaban
todo tirado y se mandaban a correr para llegar al agua, yo tratando de poner
orden sin perder la ternura tenía que hacer acopio de paciencia y finalmente
casi ya estresada lograba que se detuvieran y me ayudaran con las cosas, como
todos sabemos andar por la arena no es nada fácil y más cuando vas cargada con
dos mochilas, un bolso, una nevera y una sombrilla de playa.
El
siguiente problema estaba en buscar una buena ubicación, afortunadamente como
era muy temprano no se me hacía muy difícil, pero tenía que pensar en todo,
primero no podía estar lejos de la orilla porque a los niños hay que estar constantemente
vigilándolos para que no se pierdan entre la gente y cuidándolos de los
peligros que conlleva el oleaje o la resaca si los hay.
Después
de encontrar ese lugar idóneo para montar el campamento tenía que fijarme que
no estuviera justo donde los adolescentes juegan fútbol o voleibol. Terminado
el análisis y la búsqueda del lugar apropiado, entonces colocar la sombrilla en
la arena y la lona (para sentarnos y ubicar nuestras pertenencias), bien puestas
y con unas piedras en sus esquinas para que el viento no las levante. La
sombrilla ubicada de forma que le dé sombra a los niños, las mochilas puestas
estratégicamente para que no se llenen de arena, además para que la crema solar
no se convierta en un líquido a punto de ebullición y la comida un verdadero
desastre en descomposición por el sol abrasador. Las chancletas tapadas para que
no causen quemaduras de tercer grado en los pies cuando uno se las ponga. En
fin, cada cosa en su lugar.
Mientras
ellos sacan una de sus pelotas, me detengo a observar las aguas que están serenas
como la superficie de un lago, sólo ligeras ondas dan vida al azul y misterioso
mar. Es tan temprano que tenemos el placer de deleitarnos con un espectáculo
inigualable, un momento que yo venero y que enseñé a mis hijos a disfrutar. Juntos
contemplamos el momento en que surge frente a nosotros un resplandor en la
línea del horizonte marino, un huevo anaranjado y achatado que emerge en la
distancia. El sol, totalmente lleno de vida, que parece nacer en el infinito
cielo y misterioso horizonte donde confluye el cielo y el mar.
Se
eleva lentamente, hasta que surge del todo, cambia su forma achatada por su
habitual contorno circular, y poco a poco se va volviendo más amarillo. Lo observamos,
admirando su belleza, mientras comienza a relucir sobre las aguas, y la franja
de resplandor brillante recorre la superficie marina hasta llegar a nosotros. El
hechizo del mar nos envuelve y los niños están fascinados. Hay silencio, sólo
se escucha la música suave de las olas acariciando la orilla.
Terminado
ese momento mágico, ya los niños están más que listos para meterse en el agua y
yo estoy en estado de deshidratación por tanta sudoración, ¡Así que al agua! Contarles
todo lo que ocurría dentro del agua son por lo menos dos páginas más y no puedo
hacerlos sufrir así, por tanto dejaremos esas historias para otro día. Lo que
sí les diré es la inmensa satisfacción que sentía, realmente los tres estábamos
inmensamente felices porque mis hijos heredaron esa mi pasión por el mar y lo
disfrutan tanto placer que no hay nada que me de más satisfacción que verlos en
ese ambiente divirtiéndose a todo lo que da.
Cuando
salimos del agua, después de orientarse hacia donde están nuestras cosas (ya la
playa está abarrotada de gente) corren hacia ellas y se lanzan en la lona como
si fuera el mar (se imaginan el reguero de arena ¿verdad?). Intento aparentar
calma, mientras enciendo un cigarrillo y me abro una cerveza helada que hay en
la nevera. Entonces les sugiero que se laven los brazos y manos para que coman
algo.
Se
levantan de prisa y vuelven a emprender una carrera hasta el agua, al regreso
traen la pala mojada y el cubito lleno de agua para hacer su castillo de arena,
¡Mientras comen! Sonrío apretando los dientes mientras sacuden la pala llena de
arena, que cae sobre mí, y me dicen "¡Mamita, ya estamos listos!".
Haciendo un esfuerzo supremo porque son mis hijitos del alma, aparto a un lugar
estratégico lo que queda de mi cerveza, le limpio como puedo las manos y les
doy la merienda y el refresco.
A
penas unos minutos después regresamos al agua, (era muy difícil mantenerlos
fuera) con una sensación de aspereza en la piel y sin parar de sacudirme las
manos llenas de una sospechosa mezcla de crema solar, refresco derramado y
arena, Tras dos o tres horas de un sol abrasador, saboreando labios resecos y
salados, hago el anuncio de que nos vamos a casa. Con sus respectivas
consecuencias de quejas y llanto de parte de ellos que aún no les ha parecido
suficiente. Pero como su papá está al llegar a recogernos no les queda otra
alternativa que obedecer.
Afortunadamente
mi esposo también nos recogía, porque se imaginan con esos niños cansados y yo
totalmente exhausta de tantos avatares enredarnos con una guagua para regresar
a casa, ¡Dios, mejor ni pensarlo!
Los
mando a enjuagar los juguetes en la orilla y yo comienzo a sacudir un poco
nuestras pertenencias que están llenas de arena. Recojo la lona dándole violentas
sacudidas para intentar desprender todo aquello que se le ha pegado durante la
jornada. Cierro con sumo cuidado la sombrilla para que entre en su estuche. Nos
colocamos las chancletas y nos dirigimos a un costado de la carretera donde su
papá nos recogerá.
He
aquí donde la cosa se pone verdaderamente peliaguda porque entonces tienen
hambre nuevamente y no quieren enjuagarse sino comer. En medio de aquella
batalla hago todo lo posible por retirar todo rastro de arena de sus cuerpos para
dejarlos comer tranquilos mientras esperan. El calor es sofocante, los refrescantes
baños en el mar no han servido para nada. La ropa se me pega al cuerpo, siento
la arena por todas partes y el pelo para qué hablar.
Su
padre llega y por fin nos vamos a casa, por el camino comienzan los cuentos
mientras él les pregunta si se divirtieron hasta que de pronto se hace un
silencio sepulcral. “¡Se durmieron!”, digo dando un largo suspiro. Se queda mirando
mi expresión y dice “¿Se portaron mal? ¿Tú como la pasaste?”, lo miro sonriente
“Ellos no se portan mal, me divertí mucho”. Me da un beso y comenta “Te ves cansada,
pero yo sé la felicidad que te da venir aquí”.
Llegamos
por fin a casa y mientras él pone orden en el baño yo comienzo a lavar toallas,
trusas, juguetes, chancletas, votar restos de comida, fregar cantinas, vasos,
cucharas y volver a colocar todo esos bártulos que hay en la mochila en su
lugar. Mientras él les sirve la comida yo voy en busca de un placer casi igual
de satisfactorio que el de llegar a la playa, DARME UNA DUCHA.
Después
de una larguííííííííííííísima ducha, me siento a descansar, ellos vienen
corriendo hacia mí me besan, me abrazan y dicen “Mamita, estamos cansados y
vamos a dormir, ¿mañana vamos otra vez?”. En medio de mi agotamiento, me quedo
sin respuesta y su padre se los lleva deprisa antes de que yo diga algo
indebido, los acuesta y sonriente viene a ayudarme a empavesarme de crema.
La
fascinación de ellos por el mar no ha disminuido y nos damos muchos viajes a la
playa pero la diferencia es que como ya son grandes ahora todos disfrutamos por
igual.
Me parece estar viendomke yo misma pero con un estres mucho peor, si ves todo lo que formo yo cuando voy con mis hijos ala playa te moririas de la risa y a mi me gusta pero es tanto el trabajo que tienen que decirmelo muchos dias antes y recordarmelo todos los dias para que sea por convencimiento. pero ademas me molesta hasta elcalor del carro que como se queda aparcado al sol te imaginas cuando regresamos como esta.
ResponderEliminarEl verano es diversión, atrevimiento y relax tumbada sobre la arena de la playa, x supuesto manteniendo el sentido común y protegiéndonos la piel de los rayos solares.
ResponderEliminarse muy bien de loq ue hablais ir con mi hija a la playa era un follón.
ResponderEliminarEs verdad que ustedes las mujeres forman un lío tremendo con los niños cuando van a la playa, pero es quese ocupan de muchas cosas que ninguno de nosotros jamás pensaría.
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