Desde
el momento de la concepción de un hijo llegan las preocupaciones. Con el paso del
tiempo, éstas se transforman, ajustándose a cada etapa de sus vidas. Una vez
leí la frase: “uno no sabe qué es el miedo hasta que tiene un hijo”. ¡Y qué
verdad más grande! Es un miedo que se te mete en el cuerpo, que casi te
paraliza la respiración sólo de imaginar tantas cosas. Pero también es verdad
que cuando nace un hijo es que conocemos la satisfacción plena, el orgullo, la
ternura, el amor sin límites… Supongo que por eso muchas repetimos, ¿no?

Sin
embargo, por muy juntos que estemos ellos crecen independientes de nosotros,
como árboles murmurantes y pájaros imprudentes. Crecen sin pedir permiso a la
vida, con una estridencia alegre y, a veces, con alardeada arrogancia. Pero no
crecen todos los días, de igual manera, crecen de repente. Un día se sientan
cerca de ti en la terraza y te dicen una frase con tal naturalidad que sientes
que no puedes ponerle más pañales. Crecen en un ritual de obediencia orgánica y
desobediencia civil.
Yo
he criado a mis dos hijos, por eso sé muy bien lo difícil que es criar niños
pequeños. Y como lo sé, les digo que a veces está bien llorar, gritar de
desesperación, desmoronarse a las 5 de la tarde cuando tus hijos te están
empujando a todos tus límites. Y entonces, hay que respirar, esconderse en el
baño unos instantes si es necesario y reírse de la locura que es nuestra vida.
Y después acariciarlo, besarlo… porque eso nos dará momentos de felicidad en ese
día, que de otra forma solo sería loco y caótico.

Lo
más difícil y doloroso no es el parto como muchos piensan. Ese simplemente es el
comienzo de nuestra vulnerabilidad porque el dolor y el miedo nos traspasan
cada vez que se enferman y los vemos indefensos, en peligro… rogamos y
esperamos con desesperación que las medicinas hagan efecto lo antes posible… Y
ni qué decir cuando estamos lejos de ellos, si estamos fuera de casa, en el
trabajo, en una reunión o en una fiesta, a cada instante nos vienen a la mente
y pensamos “qué estarán haciendo”, “estarán bien”, “diablos, estoy loca por
irme a casa”… y ahí es donde tenemos que endurecer el corazón para no
abandonarlo todo y salir corriendo junto a nuestros críos para asegurarnos que
no corren ningún peligro… porque si no lo hacemos nos sería imposible trabajar,
estudiar, divertirnos, en fin, vivir.

Los
hijos crecen. ¡Y crecen rápido! Van y vienen; cambian de amigos, de novios, de
gustos e intereses. Usan el cabello largo, corto, rubio, negro; ropa formal,
informal, grande, más estrecha; accesorios, perfumes; prueban dietas, cosméticos;
trabajos, estudios. Siempre se están moviendo. Y tú eres la que los mira
mientras ellos despliegan sus alas. Agazapada, en una esquina de la casa, ves
como la vida los saca puertas hacia fuera.
Maldita
sea, el tiempo pasa muy rápido. La infancia de mis hijos yo la disfruté con
ellos a pesar de los trabajos y problemas que siempre lleva esa etapa consigo.
Pero añoro esos tiempos. Sus días de infancia se han escapado de mis manos
demasiado rápido y en muchas ocasiones, me sorprendo extrañando sus juegos, sus
risas, sus pataletas, los juguetes regados y la falta de sueño, y esto hace que
entre en pánico.

Crecen
tan rápido que sin darte cuenta de repente estás allí, en la puerta de la
discoteca, esperando que él o ella no sólo crezca, sino aparezca. Pasó el tiempo
del piano, el baile, el inglés, la natación y el karate. Salieron del asiento
de atrás y pasaron al volante de sus propias vidas. Se van a vivir con sus
parejas o fuera del país. Buscan mejores horizontes en dónde extender sus alas,
alcanzar sus sueños, proyectarse, construir sus propias familias, desarrollarse
profesionalmente. Llega el momento en que sólo nos resta quedar mirando desde
lejos y rezando mucho (si habíamos olvidado cómo hacerlo lo recordamos y si no
sabíamos del tiro aprendemos) para que escojan bien en la búsqueda de la
felicidad, y que la conquisten del modo más completo posible.
Cada
mañana mientras me baño acaricio la cicatriz que me dejaron las cesáreas y
sonrío de satisfacción, comprendo que a partir de ese instante ¡sí! estoy
completa. Mi cuerpo pasó de ser un modelo de lujo a una maquinaria perfecta
creadora de vida. Aprendí a quererme a otro nivel. Reconozco que ser madre no
es nada fácil pero decididamente es maravilloso.

Por
un hijo se ríe y se llora, se ama y se odia, se mueve el mundo e incluso se
mata… porque
un hijo es el único ser que se ama más que a uno mismo. Es increíble, como los
hijos son nuestra mayor fortaleza y al mismo tiempo nuestra mayor debilidad. Por
ellos enfrentamos al mundo y sin ellos el mundo no existe.
Mis
hijos son mi vida, mi orgullo, mi sol, mi risa, mis ganas de despertar cada
día… a pesar de los miedos que sufro por ellos.