Bienvenidos a este humilde pero sincero espacio. Aquí escribo mis pensamientos, cosas que me preocupan, algunas vivencias, historias que conozco... lo que me dicta el corazón para compartirlo con otras personas, es una manera de saber que no estamos solos en este mundo virtual y poder hacerlo más real y cercano. Me gusta escribir y me siento bien haciéndolo, ojala estás letras lleguen a ustedes como yo quisiera. Siéntanse libres de comentar lo que deseen. Gracias por estar aquí.

lunes, 2 de enero de 2012

Lo que pueden causar unas palabras

Tenemos que cuidar nuestras palabras, nuestra forma de expresarnos… porque lo que podemos decir en determinado momento influirá directamente en los sentimientos de las personas y en las relaciones humanas. Cuando emitimos un criterio no tenemos ningún derecho a herir a nadie, ni que nuestras palabras supongan agravio ni menoscabo para nuestro interlocutor. Merece la pena que todos dediquemos nuestro mayor esfuerzo a la tarea (dura y ardua como pocas) de convertirnos en personas un poco más asertivas y empáticas. En la vida todos, alguna que otra vez, nos hemos levantado en la mañana pensando: “ayer volví a pasarme, discutí como un loco y perdí el control. Y lo peor de todo es que lo que estaba discutiendo era mucho menos importante que el cariño de quien me enfrenté”.
Las palabras encierran mucho más de lo que imaginamos. No es sólo comunicación. Las palabras bien avenidas crean belleza, sueños, ilusiones, pasiones… con doble sentido a veces alimentan la imaginación pero también esconden mucho veneno, dañan, lastiman… a veces lo mejor es alejarse del emisor. Eso, al menos desconcertará al imbécil que pretende dársela de inteligente. De lo contrario, si lo enfrentamos, daremos inicio a un conflicto aunque no somos los responsables. Si nos paramos a pensar y “rebobinamos” un poco algún conflicto comprobaremos que, con frecuencia, el principal motivo del enfrentamiento no es tanto lo que decimos sino el cómo lo hacemos.
Existen personas que parecen especialistas en generar conflictos, y esto les afianza su autoestima porque se sienten seguros reafirmándose en sus argumentos, ideas, comportamientos, su actitud ante la vida y ante los demás. También están los que se ven inmersos en el conflicto, y asumen su parte de responsabilidad sintiéndose culpables por no haberlo sabido evitar o por no ser capaces de resolverlo. El otro día fui testigo de como una amiga sufría por un conflicto que no tuvo sentido y pudo ser evitado, yo entendí su dolor y lo hice mío.
Creo que ante cualquier diferencia de criterio o forma de ver la vida desde puntos diferentes, debemos ante todo intentar el diálogo desde el amor y la comprensión, colocarnos en el lugar de quien tenemos enfrente y establecer una conversación rica y productiva que nos aúne en lugar de separarnos.
Es cierto que este debate o diálogo es imposible cuando nuestro interlocutor no escucha razones y solo desea que prevalezca su criterio, se ofusca en mantener su visión y sus argumentos por encima de los demás, incluso –a veces- por encima de aquello que consideramos sentido común, incluso cordura y, desde luego, con una ausencia absoluta de respeto hacia el otro. Esto marca más distancia y genera un dolor inmenso porque hieren en lo más hondo en el intento desesperado por mantenerse firme en su posición a costa, incluso, de culparnos, catalogarnos, etiquetarnos de mil maneras diferentes, incluso con agresividad y de manera cruel.
Hay una frase de la sabiduría popular, quizás un poco redundante, pero que encierra una grandísima verdad: “Nadie tiene el permiso de hacerme sentir mal sin mi permiso”. Veo diariamente personas que se molestan unas con otras por las cosas que se dicen o hacen; por una mirada, por una actitud hiriente o por palabras ofensivas. La veracidad de la frase radica en que es cierto que nadie puede obligarte a sentir algo que simplemente no es beneficioso para tu espíritu; vivir en paz no es fácil en un mundo lleno de personas tan diferentes, con tantas diversidades de criterios en ocasiones malintencionados otras no, pero no nos pueden obligar a ser como otros quieren que seamos.
Nuestros diálogos discurren impregnados de emociones y sensaciones, porque la comunicación se da entre seres vivos que aman y odian, disfrutan y sufren, ríen y lloran, atraviesan buenas y malas épocas. No se trata de un entendimiento entre máquinas, sino de conversaciones entre entidades vulnerables, distintas y cambiantes. Especialmente, cuando la charla aborda temas “sensibles”. En estas discusiones que nos “tocan el alma” resulta difícil controlar las emociones. Y directamente imposible, actuar de modo empático y asertivo. Pero algo hemos de hacer para evitar que los sentimientos y el impulso del momento nos venzan y surjan las palabras hirientes, arrollándolo todo a su paso. Porque Hay palabras que están de más y hay momentos que sobran.
Las personas que no participan de nuestra opinión o forma de ver las cosas, nos llegan a ver como un ente a quien tienen que vencer para evitar que los derrote. Con este esquema, terminan adoptando una actitud de guerra en la que asimismo les quedan sólo dos alternativas: mantenerse a la defensiva o pasar al ataque. Estas dualidades tan simplistas reducen el terreno, remarcan las diferencias y alejan los puntos en común. Además, arruinan los matices y los obligan a depender de lo que haga o diga la otra persona. Las respuestas, normalmente, acaban tiñéndose de agresividad. A veces las palabras son duras lastiman sin límites ni barreras.
Muchas peleas se deben a malentendidos comunicativos. Decir estupideces sin saber las consecuencias crea enfrentamientos evitables, pero la soberbia de algunos está por encima de su propia inteligencia. Lo malo de todo esto es que la falsa ilusión de creerse con la verdad absoluta en sus manos aleja a esas personas de la felicidad, terminan lastimando y lastimándose ellos mismos, por falta de comprensión y flexibilidad. Y una persona así, se aleja de poder comprender la sencillez que fluye en otras personas. La vida siempre termina poniéndolas en su sitio pero a veces de manera dolorosa.
La sensación de impotencia y el dolor ante la agresividad, la falta de respeto, el ataque o el insulto del otro se entremezclan muchas veces, y es lo que nos queda al quedarnos a solas. Pero es ahí donde tenemos que sacar nuestra caja de herramientas y utilizar ese armamento que guardamos y que actúa de bálsamo para el alma. Y, por encima de todo, tenemos que perdonar y perdonarnos cuando, en el fragor de la batalla, herimos o nos hieren profundamente.
Hay un proverbio árabe que dice: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio: no lo digas”. A fin de cuentas, aunque nos vestimos con uniformes de ejércitos diferentes y asumimos el papel de soldados defensores de nuestras propias causas, es importante recordar que, en el fondo, todos estamos en el mismo bando, unos más adelante y otros en la retaguardia. Desde esta certeza como punto de partida, siempre tendremos ganada, no la batalla, sino la guerra entera.
En determinadas circunstancias, las palabras sólo consiguen incomunicar. Y las recordamos como se recuerda el sabor del vino aún después que su olor se ha desvanecido y que su copa ha desaparecido. ¿Por qué no entender, de una vez, que la boca jamás logrará ser tan rápida como el alma? Y que no todo lo que se cruza por la mente puede convertirse en palabras, ni lo merece...

3 comentarios:

  1. Pero como bien dices no todos los dobles sentidos son negativos, a veces son muy sugerentes, ¿no?
    Besotes! Cuídate

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  2. uyyyy... fuerte... como que esta inspirado en muchas personas esto... en fin. Simples y acertados pensamientos. Cuidate preciosa, Feliz año nuevo

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  3. es muy cierto sin embargo, muchas personas hieren con las palabras y no se detienen aunque saben el daño que están haciendo, otras lo hacen inconcientemente y a veces diciendo cosas que ni sienten.

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